
Los pasillos en la tienda se hacen uno con mis pies cansados. Quisiera comer. Y a la vez no lo deseo. Pensar en que tendré que repetir la misma platica de los últimos dos fines de semana, me crispa los nervios. De nuevo preguntaremos los nombres, se sorprenderá al saber mi edad y decirme lo 'pequeña’ que me veo, le explicaré mi carrera, y ella la suya, comenzaremos a comer, y después de un rato la cuestión forzada sobre el novio, y el tiempo que llevo con él; ahora querrá saber más sobre mis gustos, mi familia y cosas que no querré decir y será hora de volver al pasillo o a la carpa y seguir contando el tiempo que falta para salir, pelando los dientes, oliendo a comida, a pollo, a tortas, aguacate.
Me he convertido en experta adivinando el tiempo, calculando que después de entrar, solo han pasado veinte asquerosos minutos y que ya me quiero ir. Tendré sed seguramente.
Me estoy quedando dormida recargada en el refrigerador de la cerveza fría, con mi insulso uniforme, mi sonrisa hipócrita, ofreciendo alcohol a viejos con familia, solteros, jóvenes, mal educados y groseros unos, elegantes y amables otros. Siete horas del domingo que solía pasar gastando mis pupilas en libros, periódicos y siestas intermedias. Me hace falta volver a mi antigua forma de holgazana y quedarme ensopada de sudor dominguero en mi cama oyendo el radio, el jazz y el programa de bossanova de las ocho.
Ojalá que el día se pase pronto. Nunca pensé querer que se acabara el fin de semana.
Ahora soy uno más de esos seres en encierro que no saben si el sol quema, o la lluvia golpea o si el mundo colapsa en la calle aledaña; me eh convertido en una más que desprecia lo cara de la vida, el esfuerzo, los trabajos inútiles y mal pagados. Ahora entiendo eso de empobrecer el alma con el trabajo. Nada es justo. Pero confío en que llegará el momento en que trabajar sea sinónimo de placer. Hedonista hasta el final, celebrando con vino, descanso y gente.