La iglesia blanca se pintaba entera y magnánima. Impactante. Debajo de ella, como la historia lo decia, un par de calaveras yacen, posan, son polvo, son nada, pero me da miedo. Soy muy niña y le temo. La veo hasta en mi sueños.
De niña, me imaginaba bajando la escalerilla oculta, y una monja de blancas telas guiaba la visita entre las tumbas; los antiguos sacerdotes muertos se levantaban aun gordos, llenos de polvo y telaraña, no como pelicula de zombies, pero cercanos a lo que se llama podrido.
Y aunque algo de miedo me causaba, derepente ya estaba paradita en la escalinata de diez peldaños grises, contemplando bobamente la profundidad del pasillo donde se alineaban en fila un monton de santos de cara piadosa que ven hacia abajo, que parecen seguir con esos ojos de canica acuosa color miel a todos los que se atreven a pasar en lugar de quedarse a jugar loteria afuera en la plazuela; Jesús también mira, en la cruz inmensa, y a él le tengo más miedo, siento que se caera sobre mi pequeñez, y sin embargo las tias obligan a esta niña a seguirle y adorarle, aun cuando el respeto es provocado por el temor de ser aplastada, de ser bañada en sangre que se pega y queda firme como en su cara.
Aveces el agua bendita olia a geranios, y me hacia cruces por todas partes, poniendo enfasis en mis ojillos miopes que se curarian si lo pedia con fervor; a la fecha el agua milagrosa de mi infancia sigue siendo una ilusion.
Y sigo pasando por la misma iglesia de los padrecillos empolvados y pasillos largos, y sigo sintiendo que quiero correr hacia la loteria de en medio de la plaza y ganarme una cubeta, una escoba, un trapeador, o lo que sea, el chiste es que cada maicito me lleve poco a poco lejos de mis miedos.